Aunque lo normal en este blog es que los textos estén escritos en gallego (entre otros motivos, porque la gran mayoría de mis colaboraciones se publica en medios gallegos, y este blog básicamente se dedica a reproducir dichas colaboraciones), he traducido mi última columna (y otra, a la que remite esta), dado que ya son varias las personas no gallegas a las que me ha parecido útil enviársela así, y de paso evitarles el esfuerzo de comprensión que supone una lengua distinta, aunque sea muy parecida a la propia.
Derechos electrónicos
Henrique Torreiro
El libro digital obligará a repensar los fundamentos del negocio, también en el còmic.
Que los defensores del libro de papel estemos convencidos de que no es posible conseguir sus mismos efectos con el formato electrónico no significa que el libro digital no sea una realidad mucho más próxima de lo que queremos admitir. La digitalización del mundo editorial viene de muy lejos, y a través de internet todos empleamos libros digitales (en PDF, por ejemplo) desde hace años. Que nosotros no acabemos de sintonizar con la idea de leer en un e-book, en un iPod o en el móvil no significa que la lectura en pantalla no gane adeptos cada minuto: para muchos chavales ya es tan normal, actualmente, leer en un aparato como en papel.
El futuro del libro es digital, mal que nos pese, y aunque no sabemos cuánto tiempo convivirán el papel y la pantalla, o si lo harán para siempre, el caso es que el porcentaje de edición electrónica no va a dejar de subir exponencialmente. Y resulta que eso tiene muchos aspectos positivos: siempre pensamos en nuestros libros favoritos, pero no en la ingente cantidad de informes empresariales, guías comerciales y manuales técnicos en continua actualización que dejarán de significar árboles cortados, carburante quemado en el transporte y, con suerte, energía gastada en su reciclaje.
El futuro que no se puede esquivar
Que los libros ilustrados y los cómics vayan a ser de los últimos en verse afectados de forma seria por este futuro imparable no es óbice para comenzar a pensar en cómo va a ser el negocio dentro de nada. Aunque las editoriales buscan solución en las protecciones informáticas (mediante los DRM o por el acceso al libro solo en la red), lo cierto es que no está claro que no vaya a haber quien logre superar los impedimentos y hacer copias fuera de esa protección. Mientras al mundo de la música le quedan los conciertos y al mundo del cine la gran pantalla, al del libro no le va a quedar forma de financiación si sus creaciones son fácilmente conseguibles de modo gratuito a través de la red. Cuando el público no vea diferencia notable entre leer en pantalla y hacerlo en papel, y ese día va a llegar antes o después, el modo de subsistencia de muchos creadores (y de muchos profesionales que hacen que esa creación luzca al máximo: diseñadores, correctores..., libreros) va a quedar seriamente tocado.
No se trata, creo yo, de dar marcha atrás en las ventajas que trajeron consigo los medios digitales. Incluso el intercambio peer-to-peer tiene beneficios claros también para la industria —muchas personas se bajan los archivos, pero después compran los discos o las películas, sea para sí mismos o para regalar—, pero esta onda de gratuidad sobrevenida está implicando una peligrosa tendencia a la desvalorización de la creación en el imaginario colectivo. Si, desde cierta visión anarquizante que comienza a dominar la opinión pública, la cultura debe ser gratuita, la reducción al absurdo de esta teoría implica que sus creadores deben ser amateurs, pero resulta que no toda creación puede hacerse como complemento de otro trabajo no artístico que ocupe la mayor parte de la jornada.
Puede decirse que las grandes multinacionales se lo tienen bien merecido por sus políticas de uso y abuso, y probablemente se tenga toda la razón, pero la triste realidad es que los que verdaderamente van a sufrir todo esto son las pequeñas editoriales y los autores que estén en ellas (la autoedición tampoco resuelve este problema). Parte de la solución pasa por una revalorización social de lo creativo, y quizás por la instauración de un modo de pensar que funciona en la cultura nórdica pero que aquí no cuaja: «tienes mi producto gratuitamente, pero te agradezco tu contribución voluntaria». Mientras no se tenga claro que un autor trabaja en su obra (en el sentido más duro de la expresión: le cuesta, pasa malos momentos), su producto no valdrá más que un impuesto incomprendido que procuraremos saltarnos siempre que podamos.
Links:
Los DRM en la Wikipedia
Más sobre la valoración social del autor («Entre as viñetas») [A continuación, texto traducido también de esta columna]
Firmas
Henrique Torreiro
Los dibujantes de cómic parecen tener una ‘obligación’ como autores: dibujar individualmente en los libros de sus lectores.
Una de las críticas que se hizo a la edición de este año del Viñetas desde o Atlántico, que incluso se reflejó en algunos blogs, fue a la decisión de que en las sesiones de firmas los autores solo hiciesen autógrafos en libros, y no en cualquier papel presentado por el interesado. Alguien razonaba que tal medida no se podía tomar con dineros públicos, como si fuese hecha únicamente por favorecer a las editoriales.
Ya he escrito en alguna otra ocasión sobre el tema de las sesiones de firmas y la imagen que en el fondo acaban dando del oficio de dibujante o de ilustrador. Repasemos: un escritor de una novela, por ejemplo, acude a una sesión de autógrafos para firmar ejemplares de su libro, pues es un acto promocional de este. Lo que su público va a esperar de él es, además de su firma, una pequeña dedicatoria, que puede ser simplemente el nombre de la persona que lleva el ejemplar o algo más extenso, de tres o cuatro líneas a lo sumo. En cambio, lo que se espera de un autor de cómic es que haga una ilustración lo más completa posible —hay quien incluso aplica color—, además de firmarla y dedicarla. Y todo esto por el mismo precio: nada.
Fenómenos de feria
Una sesión de firmas no es un espectáculo en que gratuitamente vemos cómo dibuja un señor para nosotros, sino un acto en el que se puede llegar a producir el contacto entre el autor y su lector, y el primero tiene la cortesía de regalarle un pequeño dibujo al segundo.
En realidad, lo que la mayor parte del público quiere es tener la sensación de asistir al proceso de creación de un dibujo por su autor favorito, cosa irreal en la mayor parte de los casos: aunque hay ciertamente dibujantes con mucha capacidad de improvisación y rapidez en la ejecución, lo más normal es que se trate de un dibujo que ya tiene medianamente automatizado —dentro de una serie que va variando—, a base de repetirlo en las sesiones de autógrafos; no es el mismo proceso que lo llevaría a hacer una de sus viñetas. Sin embargo, muchos de los agradecidos lectores acaban teniendo, además de admiración, la impresión de que, visto lo fácil que le resulta al autor sacar figuras vistosas de su rotulador, el trabajo de realizar los cómics es mucho más liviano de lo que es en realidad. No creo que eso sea demasiado bueno para la imagen profesional que se proyecta, aunque el autor reciba una satisfacción inmediata, el equivalente al aplauso a un actor o a un músico. Algunas de las horas de esas sesiones están pagadas por las editoriales —es un trabajo, ¡vaya si lo es!—, pero no siempre sucede así.
Por eso, que en un salón totalmente abierto y gratuito como el Viñetas la única condición que se ponga a quien quiere un dibujo dedicado es que traiga por lo menos un libro del autor parece más que lógica, para evitar que el clásico espabilado pueda aprovechar para ponerse en la fila y pedir dibujitos a todos los invitados, aunque no los conozca de nada (¡total, es gratis!). No olvidemos que eso no impide que el autor, si lo tiene a bien, haga un dibujo en un cuaderno o similar. Pero tengamos presente que ése es un regalo por su parte, no una obligación.
Excelentes reflexiones.
ResponderEliminarSaludos,
Félix Vega
Muchas gracias por tu comentario. Un saludo!
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